29 may 2011

Una Broma Pesada - Fernando Sorrentino

Otro de los cuento de Laura....



Esta mañana, cuando sonó el timbre del recreo largo, yo me quedé en el aula, pues debía terminar una tarea que había dejado incompleta.

Para tramar alguna maldad en secreto, también se quedaron Beveretti y Campitelli, que se parecían en cuatro cosas: los dos eran altos, despeinados, rubios y traviesos.

Jugueteaban con una cosa negra y desordenada. Era una araña enorme, gorda y peluda, pero no verdadera, sino una araña de goma, de esas que se venden para gastar bromas.

Con sonrisas de perfidia, Beveretti y Campitelli colocaron la araña dentro del estuche de los anteojos de la señorita Mónica. La maestra era una mujer muy flaca y muy angulosa, con aspecto de desdichada. Yo le tenía mucha lástima, pues había oído contar que no se había casado por cuidar a su mamá paralítica, quien pasaba la vida en silla de ruedas. Aunque, de todos modos, ¿quién querría casarse con una mujer tan fea y tan miope como la señorita Mónica?

Pero, sea como fuere, yo no quería perderme el instante en que la señorita Mónica tropezase con la falsa araña.

De regreso en el aula, la señorita Mónica se sentó frente a su escritorio y, mirándonos a nosotros, extendió mecánicamente —como siempre lo hacía— la mano izquierda para buscar sus anteojos.

Al tocar, junto con los cristales, el cuerpo de la araña, tuvo que girar la cabeza para ver qué diablos era aquello.

Su expresión fue de enorme sorpresa:

—¡Oh! ¡Una araña! —exclamó—. ¡Mi plato preferido!

Y, sin calarse los anteojos, se llevó la araña a la boca y se puso a cortarle, con afiladas y exactas dentelladas, las patas, que fue tragando con voracidad. Así comió las ocho extremidades, los pedipalpos y los quelíceros. En seguida, aquellos afilados dientes blancos, que cercenaban a modo de guillotinas, se hincaron con precisión metálica en el abdomen y el cefalotórax.

En éxtasis de placer, con los ojos elevados hacia el cielo raso, la señorita Mónica fue masticando y tragando ciegamente la goma dura e indigesta. Y comía con tantas, con tantas ganas, que ni Beveretti ni Campitelli ni yo, ni nadie, nos atrevimos a desilusionarla, y por eso no le avisamos que, en lugar de una deliciosa araña de verdad, sólo se había comido una insípida araña de juguete.

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